jueves, 7 de septiembre de 2006

La Vida de Los Maestros (extractos - II Parte)


La Vida de Los Maestros

por Baird T. Spalding
(Texto para debatir)

 Capítulo XII pág 228-231
Rayrnond preguntó a Bagget Irand si quería hablarnos de los pueblos que habían habitado en esa región y edificado ciudades corno aquellas cuyas ruinas se encontraban bajo nuestro campamento. Él respondió: «Poseernos sobre ese asunto escritos celosamente conservados, de generación en generación, desde hace más de sesenta mil años. Según esos documentos, la ciudad sobre la que estarnos acampados fue fundada hace unos doscientos treinta mil años. Los primeros habitantes vinieron del Oeste, mucho antes de la fundación de la ciudad, y colonizaron el Sur y el Suroeste. A medida que las colonias se desarrollaban, una parte de sus habitantes emigraba hacia el Norte y el Oeste, y al final todo el país quedó poblado. Tras haber plantado jardines fértiles y sembrado los campos, los colonos comenzaron a fundar las ciudades. Al principio, éstas no eran grandes, pero, con el correr de los años, los colonos del país consideraron que. era útil poder reunirse y asociarse para poner en práctica sus conocimientos de artes y ciencias. Edificaron templos, pero no los destinaron al culto, ya que la vida que llevaban era ya en sí un ejercicio de adoración continuo. Su existencia estaba dedicada a la gran causa de "la vida, y mientras esto duró, la vida no les falló jamás. »En esta época era habitual encontrar hombres y mujeres de varios miles de años. Ellos no conocían la muerte, pasaban de un nivel de comprensión a otro, hacia estados cada vez más elevados de vida y de realidad. Aceptaban la verdadera fuente de la vida, y la vida les daba a cambio sus tesoros ilimitados. »Pero antes de seguir, me desviaré un poco del terna. Volvamos a los templos. Eran lugares donde se conservaban documentos escritos con todos los conocimientos alcanzados en el ámbito de las artes, las ciencias y la historia, a fin de que aquellos que quisieran aprender pudieran acceder a ellos. Los templos no eran lugares para hablar de asuntos científicos profundos. Los actos de adoración eran parte de la vida cotidiana del individuo; no había horas señaladas, ni personas seleccionadas para el culto. »Los habitantes idearon nuevas vías de comunicación e inventaron el empedrado. Aprendieron a edificar casas confortables. Supieron cómo explotar las canteras de piedra, idearon el ladrillo y el mortero; desarrollaron todas esas cosas que vosotros ya conocéis y así, edificaron sus moradas y sus templos. »Comprendieron que el oro era un metal excepcionalmente útil, a causa de su inalterabilidad. Encontraron la manera de extraerlo de las arenas auríferas y de las rocas, hasta que se convirtió en un metal común para ellos. También trabajaron otros metales, que había en abundancia, según la medida de sus necesidades.

Después de esto, las comunidades dejaron de depender enteramente de la agricultura. Comenzaron a suministrar a los trabajadores del campo artículos manufacturados que les permitían extender su zona de trabajo. Los núcleos poblacionales se agrandaron y se desarrollaron hasta convertirse en ciudades de cien mil y hasta doscientos mil habitantes. »Sin embargo, no había jefes temporales ni gobernadores. El gobierno era confiado al consejo elegido por los propios habitantes. Este consejo cambiaba sus delegaciones con las de otras comunidades. No se promulgaban leyes ni reglas para la conducta de los individuos. Cada uno era responsable de sí mismo y vivía según la ley universal. Las leyes humanas eran inútiles, no había necesidad de ellas. »Enseguida, aquí y allá, algunos individuos comenzaron a desviarse. Pronto se convirtieron en amos, situándose por delante de los demás, al tiempo que desaparecían los hombres que apreciaban su trabajo. El amor, que no había sido completamente desarrollado por todos, produjo una separación imperceptible que no cesó de acentuarse, hasta el día en que un hombre de una personalidad extremadamente fuerte se instauró corno rey y dictador temporal. Corno gobernó sabiamente, las gentes aceptaron su ley sin pensar en el porvenir. Algunos tuvieron una visión de lo que vendría y se retiraron a comunidades cerradas, viviendo desde entonces una vida más o menos recluida y buscando el modo de mostrar a sus conciudadanos la locura de la separación.
El rey fundó la primera orden de gobernadores temporales, en tanto que los disidentes formaron la primera orden monástica. Se necesitarían profundos estudios e investigaciones para entender el laberinto de caminos seguidos por los disidentes. Algunos conservaron la doctrina simple y vivieron según ella. Pero, en general, la vida se volvió muy compleja; tan compleja que la mayoría dejó de creer que existía una forma de vida más simple, más equilibrada, en cooperación directa con el creador de toda vida. Estas gentes ya no veían que su existencia era un camino complejo y rudo, ni que la vida simple, en armonía con la gran causa creadora, aporta la abundancia. Pero es necesario que continúen en este Camino hasta que descubran otro mejor». Dicho esto, el orador interrumpió su discurso y se quedó un momento en silencio. Apareció súbitamente ante nuestros ojos una imagen, inmóvil al principio, que después fue animándose. Las formas comenzaron a moverse y las escenas a cambiar, a veces de un modo espontáneo, y otras a medida que el orador las comentaba. Bagget Irand parecía poder mantener estas escenas y reproducirlas a voluntad según las preguntas y las explicaciones dadas. Se trataba de escenas que presumiblemente habían tenido lugar en aquella ciudad en ruinas sobre la que acampábamos. No era muy diferente a cualquier ciudad populosa del Oriente de hoy en día, salvo que las calles eran más anchas y estaban bien conservadas. Las gentes iban bien vestidas, con ropajes de gran calidad. Tenían el rostro luminoso y alegre.
No se veía en ninguna parte soldados, ni pobres o mendigos. La arquitectura atrajo nuestra atención; los edificios parecían sólidos, bien construidos y tenían un aspecto agradable. Aunque no se observaba demasiada fastuosidad, uno de los templos sobresalía por su magnificencia. Se nos informó que había sido enteramente construido por voluntarios, y que era uno de los más antiguos y bellos del país. Si esas imágenes eran verdaderamente representativas, la gente, en general, era ciertamente feliz y estaba satisfecha. Se nos dijo que los soldados no aparecieron hasta después de los doscientos años del segundo rey de la primera dinastía. Con el fin de mantener la pompa de su corona, este rey comenzó a poner impuestos y a reclutar soldados. Al cabo de unos cincuenta años la pobreza apareció en algunas zonas aisladas. Es en ese momento cuando una parte de la población abandonó la ciudad y se retiró, descontenta del reino y de los hombres en el poder. Bagget Irand y su familia descendían directamente de ese grupo de personas”.


Capítulo X- Segunda Parte Pág. 341-348
“A la mañana siguiente, mientras esperábamos al abad, llegó un mensajero que anunció que se esperaba que acudiésemos ante el Dalai Lama a las dos en punto de esa tarde. A continuación, fuimos en busca del abad y le encontramos cuando se disponía a abandonar la sala de audiencia. Su rostro resplandecía, pues en su mano sostenía nuestro permiso para viajar a voluntad por el país. Tras leer la orden traída por el mensajero, dijo: «No se trata de una orden; es sólo una solicitud. La audiencia es para entregaros este permiso». Como estábamos todos juntos, propuso ir inmediatamente a ver los códices. Nos aguardaba una gran sorpresa. Encontramos miles de tablillas de arcilla y textos en placas de cobre y bronce, así como bellas tablillas cinceladas en fino mármol blanco. Como ésa era nuestra primera oportunidad de entrar en contacto con ese tipo de registros, decidimos examinarlos inmediatamente. El abad nos dijo que no estaba familiarizado con las tablillas, pero que le habían contado que eran de origen persa y que intentaría encontrar al lama que las conocía. Así que salió y nosotros nos quedarnos examinándolas. Los caracteres no le resultaron familiares a nadie de nuestro grupo. Las tablillas consistían en dos losetas de puro mármol blanco de alrededor de medio centímetro de grosor, unidas mediante un cemento que no pudimos identificar. Los bordes aparecían bellamente biselados y a su alrededor tenían un margen de unos cinco centímetros con figuras cinceladas. Muchas de esas figuras eran incrustaciones de oro puro, mientras que todos los títulos aparecían damasquinados en oro puro, pero sin relieves. Las tablillas estaban cuidadosamente numeradas por grupos y cada grupo recibía un número de serie. Las fechas venían indicadas mediante dibujos de coronas de flores entrelazadas con hojas de parra. Según este sistema, si tuviéramos que señalar una fecha corno 1 de enero de 1894, el primer mes del año aparecería representado con el tallo de una flor, que no acabase en yema, con una incrustación de jade. El primer día del mes estaría encarnado por el tallo rematado por un capullo, con una incrustación de oro. El de la cifra 1894, aparecería representado con el tallo con un capullo lo suficientemente abierto corno para revelar el pistilo de la flor. Los pétalos de la flor eran incrustaciones de lapislázuli, con el pistilo en oro y un pequeño diamante embutido en oro.

El 8 es la flor que muestra ocho estambres; cada uno de ellos tiene-una incrustación de oro alrededor del pistilo, con un diamante más pequeño en el oro. El 9 aparece representado por una rosa de nueve pétalos totalmente florecida, con un pétalo de lapislázuli, otro de jade, y otro de calcedonia; repitiéndose esta secuencia en tres ocasiones. Eso señala que ya no hay más dígitos. El sistema iba del O al 9, y se repetían las secuencias para expresar números mayores. El 4 es un lirio en el proceso de abrirse, mostrando los pistilos y tres estambres. La copa del lirio es una incrustación de jade pálido, los estambres son de ópalo rojizo con cuatro pequeños diamantes, y el pistilo es de lapislázuli, con cuatro pequeños diamantes.
El espacio por encima del texto estaba adornado con una especie de parra con incrustaciones de oro, mientras que las hojas eran de jade verde; podía apreciarse hasta el más mínimo detalle. Las tablillas eran una joya en sí mismas. El tipo de tablilla y el método de fechado eran del período atlante temprano. Cada tablilla podría costar una fortuna, en caso de ser puestas a la venta. Mientras cavilábamos sobre todo ello, llegaron el abad y el superior, acompañados por el anciano lama que se encargaba de los registros. Nos sumergirnos de tal manera en ese recital de historia que el abad tuvo que avisarnos de que se acercaba la hora de nuestra cita con el Dalai Lama y que debíamos cambiarnos de indumentaria para ello. Cuando llegamos a nuestros aposentos, hallarnos túnicas para cada uno de nosotros, pero cómo ponérnoslas fue todo un desafío. El tiempo había pasado con tal rapidez que decidirnos intentarlo sin consultar y acabarnos vistiéndonos de cualquier manera. Resultó que algunos nos las habíamos puesto al revés, otros habían dejado la parte interna de la túnica hacia fuera, mientras que sólo unos cuantos se las habían puesto correctamente.
Al llegar a la cámara de audiencias vimos al Dalai Lama cruzar el salón con su guardia y entrar en la cámara a través de las enormes puertas. Estuvimos seguros de haber visto una amplia sonrisa en su rostro. Nos quedarnos aguardando a que abrieran la puerta lateral, que era la señal que esperábamos para entrar en la cámara. La puerta no tardó en abrirse y nos condujeron al interior, que lucía una de las decoraciones más lujosas que jamás hemos visto. El techo de la habitación remataba en una gran bóveda central. En esta bóveda había tres grandes lucernarios por los que penetraban grandes haces de luz solar, que iluminaban la estancia con un brillo y esplendor demasiado magníficos para ser descritos. Las paredes se hallaban totalmente cubiertas de tapices bordados en oro, con figuras entretejidas en hilo de plata. En el centro de la sala, sobre un estrado elevado y cubierto con un tejido hilado en oro, se sentaba el Dalai Lama, ataviado con un manto de hilo de oro ribeteado de púrpura e hilo de plata. El abad y el superior nos condujeron ante el Dalai Lama, y, al igual que en la ocasión anterior, permanecieron a cada extremo de la fila. Tras darnos la bienvenida, el Dalai Lama bajó del estrado y se puso de pie frente a nosotros. Elevó las manos, nos arrodillarnos y recibirnos sus bendiciones. Al incorporarnos, el Dalai Lama se acercó a nuestro jefe.


Después, le prendió un broche sobre el pecho y habló a través de un intérprete: «Esto os permitirá tanto a vos como a vuestros compañeros circular con libertad por estas tierras. Podéis ir y venir según tengáis a bien y; por ello, os concedo esta encomienda que os otorga el estatus de ciudadano del Tíbet. Os concedo el título de Señor del Gran Gobi». Luego recorrió toda la fila, prendiendo broches más pequeños, aunque similares, sobre el pecho de cada uno de nosotros, diciendo: «Ésta es una muestra de mi estima. Os dará acceso a toda la tierra del Tíbet. Es vuestro salvoconducto allí donde vayáis». De manos del abad, tomó el pergamino que contenía el nombramiento y se lo entregó a nuestro jefe. Los broches estaban bellamente labrados en oro, guarnecidos de filigrana, con una imagen del Dalai Lama en el centro tallada en relieve sobre jade, como un camafeo. Para nosotros fue una joya que apreciamos con la más alta estima. El Dalai Lama fue todo bondad a lo largo de la ceremonia. Lo único que pudimos decir fue: «Gracias». El anciano lama encargado de los códices entró y nos informaron de que compartiríamos la cena con el Dalai Lama. Una vez acabada la comida, la conversación derivó hacia el tema de las admirables tablillas. El Dalai Lama, así como el lama anciano, nos ofrecieron un detallado relato -a través de un intérprete- acerca de la historia de las tablillas, que anotamos cuidadosamente. Parece ser que esas tablillas fueron descubiertas por un sacerdote budista itinerante en unas criptas halladas bajo las ruinas de un antiguo templo en Persia. El sacerdote dijo que las había hallado al escuchar -mientras estaba sentado en samadhi- una bella voz que parecía emanar de las ruinas. Las canciones eran tan dulces y la voz tan clara que finalmente se interesó en ellas, y; al seguir la dirección de la que provenían, se encontró con la cripta. La voz parecía venir de debajo. Tras realizar una inspección en profundidad y no encontrar abertura alguna, se decidió a localizar el origen de la voz.

Ayudándose de herramientas bastante toscas, empezó a cavar entre los escombros, descubriendo una losa que parecía formar parte del suelo de la cripta en ruinas. Se sintió desanimado, ya que durante un momento había pensado que la voz le guiaba por el camino adecuado a través de las ruinas. Antes de abandonar el lugar, se sentó en meditación durante unos instantes y la voz se hizo más clara y concreta, finalizando con el requerimiento de que continuase. Mediante un esfuerzo casi sobrehumano consiguió levantar la losa. Al apartarla descubrió una abertura que daba a un pasadizo. Se metió por la abertura y el pasadizo se iluminó con una fuerza invisible que brillaba delante de él. Siguió la luz y ésta le condujo hasta la entrada de una gran cripta, cerrada con enormes puertas de piedra. Se detuvo unos instantes ante las puertas. Las bisagras comenzaron a crujir y el gran bloque de piedra empezó a girar lentamente, revelando una hendija por la que pasó. Al cruzar el umbral, la voz cantó con más claridad y dulzura, como si su dueño estuviese también allí. La luz, que se había quedado en la puerta, se trasladó al centro de la gran cripta, iluminándola por completo. Allí, en nichos abiertos de las paredes de esta cripta, cubiertas con el polvo de las eras, se hallaban las tablillas. Examinó unas cuantas y, tras percibir su belleza y valor, decidió esperar hasta que pudiera hablar con dos o tres compañeros de confianza, a fin de considerar con ellos la posibilidad de trasladar las tablillas a un lugar más seguro. Salió de la cripta, volvió a colocar la losa y la cubrió de nuevo con cascotes. Luego, inició la búsqueda de compañeros que creyesen su historia y que contasen con la fortaleza de ánimo y los medios suficientes para llevar a cabo su plan.
Esa búsqueda le llevó más de tres años. Casi todos a los que les relató la historia creyeron que se había vuelto loco. Finalmente, un día, durante una peregrinación, dio con tres sacerdotes a los que había conocido en el transcurso de otro peregrinaje, y les contó la historia. Al principio se mostraron escépticos, pero una noche, exactamente a las nueve, mientras se hallaban sentados alrededor de una hoguera, la voz empezó a cantar y a hablar de los textos. Al día siguiente los cuatro se alejaron del resto de la compañía e iniciaron el viaje hacia las ruinas. A partir de ese momento, a las nueve en punto de la noche, la voz siempre volvía a cantar. Si se encontraban cansados o abatidos, la voz cantaba con más dulzura. Al final del viaje, cuando ya se acercaban a las ruinas, una hora antes del mediodía, se les apareció una forma juvenil, que empezó a cantar y los condujo hacia las ruinas. Cuando llegaron, quitaron la losa y entraron inmediatamente en la cripta. Al acercarse, las puertas se abrieron de par en par y entraron. Una corta inspección convenció a los sacerdotes del valor y la veracidad del descubrimiento. Estaban tan cautivados por el hallazgo que no durmieron en tres noches. Se apresuraron para llegar al pueblo, que se hallaba a unos ciento diez kilómetros, a fin de conseguir los camellos y suministros que les permitirían trasladar las tablillas a un lugar más seguro. Finalmente consiguieron doce camellos; los cargaron y regresaron. Embalaron las tablillas para que no sufrieran daños durante el transporte. Tras hacerse con tres camellos más, iniciaron el largo viaje a través de Persia y Afganistán, hasta llegar a Peshawar.

Cerca de Peshawar, ocultaron su carga en una gruta apartada, Permanecieron en aquel lugar durante cinco años. Uno de los sacerdotes siempre se quedaba sentado en samadhi, ante la cueva, a fin de proteger las tablillas. Desde Peshawar las trasladaron a Lahnda, en el Punjab. Allí se quedaron diez años. Luego, en etapas cortas, las fueron trayendo hasta aquí, y, finalmente, las depositaron en el palacio del Gran Lama. Todo esto les llevó más de cuarenta años. Desde este palacio deberían ser llevadas hasta Shambala. En otras palabras, las habíamos visto de paso.

En ese momento, un asistente entró con cuatro tablillas y las colocó, con sumo cuidado, sobre un mueble elevado que hacía las veces de mesa. Nos sentamos alrededor para tenerlas de frente. Cuando las manecillas del reloj señalaron las nueve, se escuchó una voz cantarina, infinitamente dulce, y, no obstante, en un tono muy agudo que recordaba la voz de un muchacho imberbe. Ésta es la traducción de las palabras que oímos: «Que existe un Espíritu omnisciente e inteligente, y que esa inteligencia es Divina e infinita y que penetra todas las cosas, es algo que no puede negarse. Como esta inteligencia lo penetra todo, es infinita y es la fuente de todo. Es Divina y su Divinidad manifiesta en forma de pensamiento o materia visible es el hecho o verdad de todas las cosas. »Podéis llamarlo Espíritu omnisciente, inteligente, Dios o Bien, o lo que deseéis, ya que el ser humano debe darle nombre a todas las cosas. Una vez que le ha dado nombre a algo, dispone del poder de hacerlo existir. Si un ser humano da nombre a cualquier cosa con verdadera reverencia, veneración y alabanza, puede convertirse, y se convierte, en lo que nombra. »Podéis ver que el ser humano puede, por elección, convertirse en Dios o en un animal. Se transforma en el ideal que se decide a seguir. De este modo, es muy fácil darse cuenta de que el ser humano es el Hijo unigénito de Dios, o el hijo unigénito del animal. Dependiendo de su elección, el ser humano puede convertirse en mal o maligno si su vista contempla el mal; o puede convertirse en Dios, si su vista contempla a Dios. »En este estado informe, el Espíritu omnisciente e inteligente permanecía silente y contemplativo; no obstante, la inteligencia estaba presente y se consideraba a sí mismo tanto productor como espectador de todas las cosas animadas e inanimadas. En este estado silente, el Espíritu omnisciente e inteligente vio que no existía modificación; y decidido a emanar o manifestar el universo, esta inteligencia elaboró una imagen de cómo sería el universo. Como no podía hacer más que seguir la imagen perfecta o plan Divino, el universo aceptó de buena gana la forma dirigida por la inteligencia. »La imagen del Ideal Divino se amplió hasta que se hizo perfectamente visible. Ése es el Universo tal y como lo vemos en la actualidad, que sigue el plan perfecto que debe seguir. »Esta inteligencia es, y siempre ha sido, el observador y director de su plan de Ideal Divino.
»Esta inteligencia sabía que era necesario manifestar forma animada y dotarla de todos los potenciales, a través de lo que podría expresarse por completo. Es lo que se conoce como hombre inmortal. Este Ideal Divino, que se manifiesta en todas las fases y direcciones, es lo inmortal de cada ser humano actual. Como este ser humano fue creado en el Ideal Divino de la Inteligencia o Espíritu omnisciente, apareció manifestado como el Hijo del Principio, con dominio sobre todos los atributos y condiciones. Hijo significa "unión con", no "sirviente de". Era necesario que este Hijo tuviese total libertad de elección y que de ninguna manera se convirtiese en esclavo o marioneta. «Este ideal inmortal siempre debe incluir una porción o chispa de la llama central que lo manifestó o proyectó en la existencia. Esta proyección fue la primera célula que finalmente terminó convirtiéndose en el cuerpo del ser humano y es la chispa de vida que permanece para siempre y que nunca muere. Esta célula recibe el nombre de Cristo. Esta célula, aunque dividida y repetida muchos millones de veces, retiene la imagen del Espíritu Divino proyectada e implantada en ella y no puede ser pervertida por el pensamiento humano. Por ello el ser humano siempre es Divino” 

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