Por Baldur Agripa
(El siguiente texto corresponde a la primera transcripción que se hace del diario de vida de Baldur Agripa -Carlos Manuel Nejas-. En lo sucesivo espero seguir publicando esta valiosa obra).
Escribo
esto para mí. Para mí y para quienes me
han seguido como discípulos. Escribo
también para conservar intacta la memoria de los hechos esenciales de mi vida. No tengo interés en que esto sea leído por
nadie más. Si de filosofía se tratara
lego a los otros mis obras públicas.
Pero estos relatos sólo me conciernen a mí y a quienes que, como yo, han
seguido la filosofía del bosque.
A
diferencia de mis disquisiciones filosóficas espero aquí ser sintético. Después de todo lo esencial sólo se comunica
en símbolos. Y para símbolos apenas
hacen falta unas pocas páginas.
Mi
primera iniciación, mi iniciación de fuego, ocurrió cuando estuve sólo a unos
cuantos metros de Rudolf Hess. Ya he
hablado de esto in extenso en mi
libro sobre los dos Cielos. Yo tenía entonces sólo doce años. Verlo fue el paraíso. La energía que me trasuntó ese encuentro, esa
cercanía, me ha acompañado de por vida.
Y me impulsó tempranamente a este viaje interior.
Mucho
antes de conocer a mi Maestro en la filosofía del Bosque tuve, en mi natal
Osorno, otro maestro. Le conocí pocos
meses después de regresar a Chile. Yo
fui su único discípulo. Me llamaba
Baldur, como al héroe. Y me enseñó
alquimia. Vivía en las afueras de la
ciudad. De camino a la frontera con
Argentina. Mi tía Bertha, con quien
vivía en Osorno, me iba a dejar en auto, sagradamente, todos los domingos por
la mañana a su casa; y me pasaba a recoger por las tardes. Con él estudié la obra de Trithemius, Maier, Bruno y Agripa. Fue este último quien más me interesó, por lo
que muchos años después, cuando renací a la filosofía del bosque, decidí ser
llamado como él, Agripa.
Diez
años frecuenté a mi primer maestro, cuyo nombre no viene al caso mencionar
aquí. Y cuando cumplí los veintiséis
años me despedí de él con un abrazo y me vine a Santiago a estudiar
pedagogía.
En
la capital me reuní con mi hermana menor, mi medio hermana. El único pariente cercano que tenía, fuera de
mi tía. Teresa Núñez Hidalgo era su
nombre. Era la única hija del segundo
matrimonio de mi madre. Le adelantaba en
diez años; diez años de esta existencia.
Pero ella parecía tener más edad que yo; edad de la otra existencia. Era inquieta, bella y extremadamente
inteligente. Proclive a las ciencias
ocultas, al misticismo; y fervorosa admiradora del führer. Fue ella quien me lo enseñó en su faceta
esotérica. Entonces se me hizo claro lo
que yo había visto veinte años atrás en Hess y el nacional socialismo.
Cuando
mi hermana cumplió veinte años se casó con quien había sido su profesor de
ciencias en el colegio. Era éste también
su maestro en cuestiones del otro mundo.
Tenía más edad que yo (cinco o seis años más); e inició a mi hermana en
la filosofía hermética. Murió
repentinamente hacia finales de los años cincuenta. Por lo que mi hermana se allegó más a mí y se
fue a vivir conmigo en el pequeño apartamento que alquilaba cerca de la calle
matucana.
Fueron
años maravillosos. Le enseñé todo cuanto
había aprendido de mi maestro de Osorno.
Y cuando estuvimos en condiciones de viajar y conocer emprendimos un
viaje de tres meses por los más remotos lugares de la India. Eso fue entre los meses de Enero y Marzo de
1964. Yo entonces tenía 37 años. De vuelta en Chile nos volvimos a
Osorno. Nuestra tía Bertha
(biológicamente sólo tía mía) moría y nos legaba su casa de toda la vida. Vivimos allí hasta 1971. Pero en 1968 ocurrió algo que cambiaría
nuestras vidas.
En
Enero de 1968, durante mis vacaciones de verano, viaje con mi hermana a Nueva
York. Me había convencido ella que
viajáramos por tren por toda la costa oeste de Norteamérica. No me apetecía mucho el viaje. Pero nos lo había sugerido un amigo de Osorno
cuyos padres vivían allá. Llegamos a
Nueva York el 8 de Enero de 1968 y fue en el aeropuerto donde ocurrió el milagro. Allí conocimos un joven alto y buenmozo, de
aspecto nórdico, que nos dijo ser español.
Nos pareció extraño, pues no tenía los rasgos físicos que asociábamos al
español común. Aun cuando éste era
oriundo del norte de España, de una ciudad conocida como Irún. Su nombre, el que nos dio, fue Gabriel de la
Frontera; aunque nosotros supimos intuitivamente entonces que no se llamaba
así. Fue este fortuito encuentro lo que
cambiaría de plano nuestras vidas.
Estuvimos
sólo dos días en Nueva York, pero ese tiempo bastó para que trabáramos una
amistad con Frontera. Fue muy cordial
con nosotros. Los dos días que estuvimos
allí le frecuentamos en su Hotel de la calle 103 con la avenida Ámsterdam. Salimos a caminar y nos detalló las cosas
que abruptamente nos había referido el tiempo que estuvimos juntos en el
aeropuerto la mañana que llegamos a la ciudad.
Cuando nos despedimos nos invitó a su casa, en España, en Irún. Y me obsequió un libro autoeditado, del que
me dijo habían sólo unas cuantas pocas copias.
Estaba escrito por él y llevaba el título de Diarios de un Iniciado. Fue
por ese libro que tres años después viajé a España, en busca de Frontera,
decidido a encontrarlo.
Gabriel
de la Frontera fue mi Maestro en la Filosofía del Bosque. Tenía apenas cuatro años más que yo; cuatro años
más de esta existencia. Pero cuando
hablaba dejaba la impresión de ser un octogenario. No obstante esto su aspecto físico no era el
de un sabio común. Su semblante semejaba
al de un adolescente -pese a que tenía 45 años cuando le conocí. Era alto, rubio y de ojos azul
grisáceos. Hablaba castellano y euskera
indistintamente; y sabía también francés y alemán. Fue a través de él que oí hablar por primera
vez de Ulrich von der Vogelweide.
Tres
años antes de nuestro encuentro en Nueva York Frontera había sido discípulo de
una mujer excepcional, una verdadera maestra del camino del Bosque. Según Frontera su maestra, cuyo nombre era
Margarite vaal de Marne, había sido discípula del misterioso Barón von Klappenbach,
cuyo nombre esotérico era Julius Tab-Inke.
Klappenbach vivía en Tesalónica
cuando se encontraron los restos del papiro de Derveni. Tuvo acceso a algunos de los fragmentos, en
los primeros meses de la investigación, cuando todavía no se sabía lo peligroso
que podía resultar ese documento. Hallo en
ellos semejanzas con los escritos de Kônered que mi maestro llamaba
orfeonomikon.